En 1997 yo tenía veinte años y jamás había viajado a algún lugar donde el español no fuese la lengua oficial. Por razones que no me vienen a la mente, decidí visitar China el verano de aquel año. Ahora me es difícil recordar la mayor parte del viaje, dos meses plagados de extrañas interacciones sin el beneficio de un idioma común: yo intentaba interpretar signos inescrutables y fallaba consistentemente. Estos episodios se han fundido y, en muchos casos, han tomado el color y la forma de una extensa alucinación. Recuerdo haber aprendido cómo solicitar bocadillos al vapor, cómo decir hola y gracias y cómo ordenar una marca de agua embotellada llamada Wahaha, cuyo nombre yo disfrutaba pronunciando casi tanto como mis anfitriones chinos disfrutaban oyéndome decirlo. Pasé bellos momentos con amables extraños, usualmente con una cámara o una docena de cervezas de por medio, y estos encuentros terminaban a menudo con abrazos. Era, pude entenderlo así, una época de optimismo para China: a fines de julio de ese año, Hong Kong se reintegraría a la Madre Patria y la economía estaba atravesando un boom. Donde quiera que yo fuera había turistas locales, miembros de la nueva clase media urbana, todos en grupos organizados por colores: rojo, anaranjado brillante, verde. Había manadas de ellos en cada templo, parque o atracción arqueológica, y por lo general estaban guiados por una jovencita que usaba un megáfono y una bandera de colores encendidos. Vestían camisetas y gorras que combinaban entre sí, hablaban ruidosamente en sus celulares, fumaban sin cesar y tomaban fotografías de todo. No sé lo que esperaba ver en China, pero estoy seguro de que aquello no lo era. Yo era lo suficientemente consciente para estar fastidiado por los turistas y a la vez un tanto avergonzado de ese resentimiento. Después de todo, su presencia representaba una especie de progreso, y ¿qué derecho tenía yo de juzgar a los chinos por tener por fin la oportunidad de ver su propio país.
Dos meses después, todo ello empezó a irritarme. Lo atribuyo a mi juventud, inexperiencia y falta de mundo. Desde entonces he pasado por lo mismo de nuevo, aquel perverso sentimiento de posesión que sientes como turista, como si de alguna manera tú merecieras disfrutar la experiencia (cualquiera que ésta sea, en cualquier país) más que las otras personas; como si de alguna manera, si es que estuvieses un poco más solo, podrías estar inmerso en ello y algo extraordinario, auténtico y revelador sucedería y sería tuyo. Es una sensación de la que es casi imposible escapar—me he podido dar cuenta—, y aquel verano yo era ese tipo de turista: celoso, solitario, sin un centavo, infeliz y desencantado, con ganas de ver algo, lo que fuera que justificase viajar en un lugar tan ajeno y, por lo general, alienante.
Todo esto cruzó mi cabeza cuando una amiga y yo visitamos el monte Emei, en China central, un lugar de real belleza: una montaña rodeada de ríos y cascadas, con antiguas pagodas hundidas entre árboles que florecían sobre las faldas de la montaña. La guía que leíamos hablaba de la larga y meditativa cualidad de aquel sendero que trepaba hasta la cima de la montaña en el lapso de un día, y esto era más de lo que yo esperaba. Si la gente era impenetrable, sentí, al menos podría contar con que la naturaleza me dejaría entrar en ella. Aunque quedan muy pocos lugares prístinos en China, el monte Emei prometía ser uno de ellos. Aves y árboles y monos, señalaba la guía. No esperaba otra cosa que belleza trascendental.
Y de muchas maneras eso fue lo que encontré. La sequía que afectaba el país durante ese verano había extinguido los arroyos y las cascadas, pero lo demás aún estaba allí: El bosque espeso, el camino que se extendía sinuosamente de pagoda a pagoda y seguía entre las colinas hasta la base de la montaña. Lo estaba disfrutando hasta que me encontré con una anciana cuya espalda lucía encorvada de manera dramática, y que ofrecía alimento para monos. Lo vendía en pequeños paquetes de plástico, y éste era un servicio que la guía también mencionaba. Me rehusé cortésmente, pero la mujer era persistente. Me arrojó algunos paquetes diciendo la palabra maigwa (literalmente «narizón») y no aceptó un no como respuesta. Mi amiga y yo seguimos caminando y, para nuestra sorpresa, la anciana nos siguió. La calma se había roto y no podría decir con exactitud cómo o por qué, pero, de pronto, sobre ese camino que subía y bajaba todo se volvió una especie de carrera: dos jóvenes de veinte años huyendo agitados de una venerable mujer, que simplemente quería algunos pocos yuanes. No intentaba dañarnos. Ella no podía creer que no compráramos lo que vendía.
Después de unos veinte minutos de caminata, el sendero llegó a la zona de los monos. Delante de mí se extendía el fin de todas las plácidas esperanzas que tenía sobre Emei: docenas de turistas chinos en coloridas camisetas, y cada uno, al parecer, portaba un puñado de alimento para monos. Es posible que incluso hubiera algunos megáfonos en funcionamiento; no puedo asegurarlo. Los turistas tomaban fotografías y los micos posaban solícitos, recogiendo comida lánguidamente de las palmas humanas extendidas por allí, y sonreían de la manera en que los primates suelen hacerlo. Envolturas de plástico ensuciaban el sendero. Las cámaras resplandecían en el bosque. Era horroroso.
¿Qué se puede saber sobre esos monos? Sencillamente lo siguiente: nunca has visto simios tan engreídos y satisfechos. Apenas se movían de las orillas del camino. Ninguno de ellos parecía ser un cazador o recolector. Tan sólo se sentaban y eran alimentados y comían con la indolente decadencia de la realeza. Eran enormes y obesos. Había raciones enteras de comida diseminadas en la pelambre de sus pechos y estómagos. Se rascaban, recibían su comida y parecían estar totalmente desinteresados del bullicio que los rodeaba.
Lo que hice a continuación se debió a un peregrino deseo de rebelarme contra todo eso. No soy un defensor del medio ambiente más allá del vago sentido en el que todos lo somos: separo mi basura la mayor parte del tiempo. Una vez al año, o algo así, considero la posibilidad de volverme vegetariano. Y aun así, al verme confrontado con esa escena—ese ruidoso y corrupto anti-Edén—decidí que había que hacer algo. En ese momento, casi pude palpar la claridad de mi misión de una manera inusual. Me lancé camino abajo recogiendo con afán las envolturas plásticas esparcidas por todo el sendero.
Aquí empezaron mis problemas: algo debió despertarse dentro de uno de esos monos, una especie de furia. Yo había robado su alimento; debía de haber alguna señal de ello en el aire. Seguí abriéndome paso hacia el camino, y me encontré frente a un mico que bloqueaba mi camino: enojado, torpe, celoso. Algo así como yo me sentía. Era del tamaño de un niño de dos años, regordete, pero de una agilidad sorprendente. Nos miramos el uno al otro por un momento, en una especie de duelo no declarado, y entonces se abalanzó contra mí. Sucedió muy rápido. En apenas un instante lo tenía encima: había trepado por mis shorts hasta llegar a mi pecho y allí había girado de tal manera que su trasero estaba cerca de mi rostro, y su cola se balanceaba frente a mis ojos. La mano del mono hurgó en mi bolsillo, jaló los paquetes de plástico y los derramó sobre el piso. Un momento después, logré apartar a la bestia. Como respuesta, recibí un extenso y delgado rasguño en mi antebrazo. No recuerdo si fue odio lo que vi en sus ojos, pero sí que siseó y se abalanzó otra vez y, cuando lo hizo, lo recibí en el aire cruzando un puño cerrado. Le había dado un puñete a un mono.
El resto es como un borrón y se ha vuelto más y más difuso con cada nuevo relato. Por ejemplo, no recuerdo si el mono aulló de dolor, o si lo golpeé limpiamente en la mejilla (aunque ambos detalles parecen poco probables). Sí recuerdo que el mono desapareció por el camino totalmente derrotado, y cualquier rastro de orgullo que me hubiera permitido sentir se disipó casi de inmediato. La gente se volvió a ver qué clase de malandrín podría llegar a un parque nacional y enredarse con una criatura silvestre en un pequeño mano a mano. Mis mejillas se tiñeron de rubor. Mi corazón latía con fuerza. La gente estaba enfadada conmigo. ¡Conmigo!, pensé, abatido. ¡Yo soy esa clase de maleante!
Mi brazo sangraba. Podría decir que la mayor parte de los chinos pensaban que había salido bien librado. La anciana con los paquetes de comida de mono sacudió la cabeza con amargura. Había cuchicheos a mi alrededor y ninguno sonaba generoso; yo no tenía nada que decir a mi favor. Me preguntaba, descorazonado, qué enfermedades tropicales habría contraído de mi inesperado oponente. Algo malo, estaba seguro; algún mal aterrador. Seguí el camino, más allá de los simios que aún se alimentaban, y sentí que los ojos de toda la manada se posaban en mí. Nunca dejaron de comer. Yo estaba debajo de ellos. Algunos metros más allá, me crucé con otra anciana; estaba doblada sobre la sucia vereda con una escoba y una canastilla. Recogía las hojas caídas, los envoltorios de plástico y todo tipo de desechos, y se encaminaba eficientemente hacia la multitud. Estaba tan concentrada en su labor que ni siquiera percibió mi débil y suplicante hola.